Pachamama: prácticas para imaginar otros mundos

Pachamama: prácticas para imaginar otros mundos
Guillermina Espósito es antropóloga, investigadora en CONICET y docente en la Universidad de Córdoba, Argentina. Su trabajo se centra en políticas, memorias e historias indígenas, procesos históricos de etnogénesis, políticas indigenistas, educación indígena y conflictos e historia ambiental en las tierras altas de los Andes de Argentina.
Pachamama está viva1. Late, respira, contiene. Es boca abierta que recibe las ofrendas en agosto, cuando en los Andes el invierno empieza a soltar sus huesos y la primavera asoma tímidamente en la piel de los cerros. Es el momento en que se la honra con gestos abundantes, con comida compartida, con memoria. Es llegar a la casa del vecino, apuñar maíz, picar cebolla para la tijtincha, mirar hervir las ollas de barro sobre maderos encendidos, armar tamales, preparar ulpada. Es, a veces, cantar y bailar. Cuerpo viviente y matriz relacional, donde lo humano, lo no humano y lo más-que-humano se entretejen en una ecología de afectos, obligaciones y memorias. Con sus límites, con sus dones, donde no se trata solo de creer, sino de vivir en reciprocidad con algo que sostiene, que alimenta y castiga si no se respeta. Se le pide, sí, pero sobre todo se le devuelve. Porque Pacha da, pero también quita.
Pachamama es, también, comida. No es un agregado ni un momento aparte: el alimento es parte central de Pachamama, vehículo de gratitud y forma de vínculo entre las dimensiones de aquel entretejido bricolaje. Cada olla humeante se piensa y cocina no solo para los vivos, sino también para ella, que ese día es reconocida como una presencia viva, dadivosa y exigente. Se alimenta a Pachamama con los mismos alimentos que nutren a la comunidad. El picante de pollo, los tamales, las tijtinchas, la kalapurca: cada plato es fruto del trabajo colectivo, del tiempo compartido y del conocimiento que transmite cómo medir el punto de cocción o cuándo agregar el condimento justo. Cocinar para la ceremonia es un acto de agradecimiento y, al mismo tiempo, de renovación del lazo con las demás personas y con los seres que ese día se congregan alrededor del pozo. La distribución de los alimentos también es significativa: no se trata de servirse uno mismo, sino de ofrecer y recibir. Servir la comida es un gesto de hospitalidad, pero también de reciprocidad: quienes ofician la ceremonia piden permiso, se inclinan ante el pozo, y pasan los cuencos de mano en mano, de pareja en pareja, como quien reconstruye la trama comunitaria plato por plato.



Entre los pueblos andinos, esta relación no siempre fue llamada con ese nombre. Pachamama era un gesto más que una palabra. Un mundo. Durante siglos, estas prácticas se transmitieron en la intimidad de las casas, en algún rincón oportuno de un cerro, en el murmullo helado de un pozo al costado de una chacra. Disponiendo comida, piedras y demás ofrendas a su alrededor. Sin templos ni libros. Sin necesidad de ser explicadas. Pero hubo quienes empezaron a mirar desde afuera. Cuando los conquistadores y misioneros coloniales vieron en estas ofrendas un peligro para la fe católica, las llamaron idolatrías, herejías, supersticiones. Durante los primeros años de la conquista, las referencias al término Pachamama eran esquivas, y en los relatos se empleaban categorías como “tierra”, “tierra que es madre” e incluso “tierra que tiene madre”. Hacia el último tercio del siglo XVI y principios del XVII, empezaron las descripciones más detalladas de los cultos ofrendados a “la tierra”, uno de los elementos más importantes del universo cosmológico andino (di Salvia, 2013). Polo de Ondegardo, Garcilaso de la Vega, Guaman Poma de Ayala, entre otros, dejarían las crónicas más detalladas de estas prácticas rituales. Más tarde llegaron los viajeros del siglo XIX y principios del XX, científicos y naturalistas que describieron a Pachamama como un rasgo pintoresco de los pueblos con los que se cruzaban (Holmberg, 1900; Lafone Quevedo, 1892; Ambrosetti, 1901). Pachamama, que logró perdurar a pesar de los intentos coloniales por extirpar las llamadas idolatrías, fue revestida de un sentido femenino y maternal, asociada a la abundancia y a la potencia germinante de la tierra. Se constituyó, así, como una figura simbólica e icónica profundamente vinculada al suelo y a sus ciclos vitales. Después, los antropólogos la colocaron en el catálogo de lo cultural, tratando de entenderla, de clasificarla, de explicarla. En todos esos casos, la mirada fue externa. Y muchas veces, reduccionista.
Pero Pachamama, en su sobrevivencia, nunca fue solo pasado. En los últimos cuarenta años, Pachamama ha sido objeto de un creciente proceso de patrimonialización, atravesado por políticas de reconocimiento, lógicas turísticas y reapropiaciones comunitarias (Bugallo, 2008; Espósito, 2022). Desde los años ochenta del siglo pasado, su figura ha transitado del ámbito doméstico y ritual hacia escenarios públicos, institucionales y mediáticos, enmarcada en el multiculturalismo estatal y en dispositivos globales como el patrimonio de UNESCO. Este desplazamiento no implicó una pérdida de sentido o una simple mercantilización, sino una reorganización compleja de prácticas, memorias y relaciones sociales. Los rituales familiares conviven con celebraciones públicas, los festivales turísticos con actos escolares o estatales, y los reclamos territoriales con narrativas de identidad regional. Lejos de tratarse de una oposición entre lo auténtico y lo banal, estas formas expresan la vitalidad de un campo social dinámico, donde Pachamama se torna signo múltiple, capaz de articular dimensiones espirituales, políticas, económicas y afectivas. Esta multiplicidad es precisamente lo que permite pensar Pachamama como una figura diversa y siempre en disputa. Pachamama se celebra en los hogares andinos, claro, como siempre. Pero también en escuelas, en universidades, en barrios urbanos a miles de kilómetros de los Andes, en ferias, en redes sociales. Pachamama aparece en murales, en talleres de yoga, en mensajes de WhatsApp, en canciones, en discursos políticos. Hay pozos abiertos en patios de casas en Córdoba donde desbordan las lanas de colores, los sahumerios, las serpentinas, el papel picado, las hojas de coca, los cigarrillos, las vasijas de barro, los carnavalitos y las coplas. Flyers que invitan a corpachadas colectivas. Hay ofrendas en jardines domésticos, sahumados en actos oficiales con políticos que invocan su nombre para hablar de cuidado ambiental, de producción sustentable, de identidad nacional. Recuerdo aquella tarde. Sentados bajo una carpa decorada con wiphalas desteñidas, unos funcionarios sonreían para las cámaras mientras masticaban tortas fritas crujientes que se deshacían en grasa tibia, y caramelos de colores brillantes que se les pegaban a los dientes blanquísimos. Brindaban con mate cocido tibio servido en vasitos de plástico, mientras asentían con solemnidad ante un altar improvisado de Pachamama que nadie sabía quién había armado. Esta escena, entre otras, trae consigo preguntas incómodas. ¿Qué Pachamama es la que se celebra? ¿De quién es ese símbolo que parece multiplicarse sin límites? ¿Qué pasa cuando fue convertida en consigna de gobierno mientras, al mismo tiempo, se profundizaban los modelos extractivistas que devastaban los territorios donde la Pacha es una presencia viva?
Para muchas comunidades de los Andes, no da lo mismo cualquier forma de celebración. No todo lo que se nombra como Pachamama las representa. No todo homenaje es bienvenido. Porque cuando el Estado levanta su imagen en nombre del ambiente, pero avanza sobre el litio o habilita minería a cielo abierto en sus tierras, el gesto no solo se vuelve contradictorio: se vuelve ofensivo. Porque Pachamama no es adorno ni metáfora: es una relación sagrada (Espósito, 2022). Es un vínculo ancestral que no puede usarse como excusa mientras se destruyen los lugares donde se vive. Por eso, hablar de “la Pachamama” como si fuera una sola es un error. Hay muchas. Las que se celebran en familia, en comunidad, con recogimiento. Las que se convierten en marca, en recurso, en parte del decorado. Las que se integran a luchas territoriales y resisten, con fuerza, el avance de modelos de desarrollo que no contemplan ni la tierra ni la vida que sostiene.
Esa diversidad no invalida ninguna experiencia. Pero sí nos obliga a pensar. A no quedarnos con una imagen romántica ni con un símbolo vacío. A comprender que lo que parece una celebración inocente puede ser también un campo de disputa, una escena de tensión entre culturas, entre memorias, entre modos de habitar el mundo. Incluso, pueden indicar distintos mundos. Pachamama no es un relicario del pasado. Es presente, y es política. No siempre amable. No siempre fácil de comprender. Pero siempre potente, viva. Y entonces, quizás, el desafío sea dejar de preguntarnos solo qué es Pachamama, y empezar a preguntarnos cómo nos relacionamos con ella. Desde qué lugar, con qué respeto, con qué consecuencias.




Durante las celebraciones de Pachamama se activan memorias, se reafirman pertenencias y se ensayan formas de estar juntos. Pero la pregunta de fondo es: ¿a qué sentido de pertenencia se está convocando? ¿Qué vínculos se buscan restituir o fabricar en esos gestos rituales de comensalidad colectiva? No toda mesa compartida encarna el mismo mundo: hay comidas que suturan distancias y otras que las escenifican; hay lazos que se tejen desde el afecto, la memoria o la lucha, y otros que se imponen como forma de inclusión administrada. Pensar las escenas donde se celebra, se come y se honra a Pachamama –ya sea en una escuela, en la vidriera de una santería o en un jardín urbano– exige preguntarse no solo qué se hace, sino qué mundo se quiere (re)construir con esas prácticas. Se trata de identificar desde dónde se habla, quién define las formas del encuentro y con qué lenguajes se convocan las memorias, los afectos y los territorios.
Porque en estas prácticas, en su simplicidad y pintoresquismo, se juega mucho más que una tradición o una costumbre: se disputa qué tipo de mundo queremos construir, especialmente en un tiempo donde el mundo, tal como lo conocíamos, ya no existe. Pachamama no puede seguir pensándose solo como naturaleza que se celebra. No hay un solo mundo posible, sino múltiples mundos coexistiendo y entrelazándose, en tensión y diálogo constante, donde no todos tienen igual fuerza ni presencia. Cada comida compartida, cada rito, cada gesto de cuidado durante Pachamama es una apuesta concreta por una forma particular de habitar el planeta, un acto que afirma o desafía relaciones de poder y maneras de ser en común. Estos mundos no son ideas abstractas, sino realidades que se tejen con manos, cuerpos y afectos, en redes de responsabilidad mutua que no separan lo humano de lo que históricamente se ha llamado “naturaleza”. Pensar la tierra como Pachamama es reconocerla como un mundo relacional vivo, una trama compleja de existencia donde la vida humana solo es posible en diálogo y cuidado recíproco con otros modos de vida y conocimiento. En este contexto, el cuidado entre humanos debe empezar por el cuidado de la tierra, no como un recurso pasivo ni como un escenario externo a nuestras vidas, sino como un sujeto activo y participante de estos mundos múltiples que nos enlazan. Reconocer esa trama vital, y actuar desde ahí, no es solo una apuesta ética: puede ser también lo que nos salve. No en el sentido de una redención idealizada, sino como una manera concreta de sostener la vida en común en medio del colapso, haciendo lugar a otros futuros posibles. 🐟
- Omito en este escrito el artículo definido “la” al referirme a Pachamama, con el propósito de tomar distancia de su domesticación como figura folklorizada o esencializada. Al prescindir del artículo, busco restituirle densidad como entidad viviente y relacional, tal como es concebida en múltiples cosmovisiones andinas, donde no se la nombra como un objeto externo, sino como una presencia constitutiva del mundo.
Ambrosetti, J. (1901). Antigüedades calchaquíes. Datos arqueológicos sobre la provincia de Jujuy, República Argentina. Anales de la Sociedad Científica Argentina. Tomos LIII y LIV, Buenos Aires.
Bugallo, L. (2008). Marcas del espacio andino de la Puna de Jujuy: un territorio señalado por rituales y producciones. En: Nicolas Ellison Mónica Martínez Mauri (Coords.), Paisaje, espacio y territorio. Reelaboraciones simbólicas y reconstrucciones identitarias en América Latina (pp.69-88). Quito: Ediciones Abya-Yala, Erea-CNRS.
Di Salvia, D. (2013). La Pachamama en la época incaica y post-incaica: una visión andina a partir de las crónicas peruanas coloniales (siglos XVI y XVII). Revista Española de Antropología Americana, 43 (1), 89-110.
Espósito, G. (2022). Paradigma Pachamama. Patrimonialización, extractivismos y lavado verde en Jujuy, Argentina. Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana 12:2. URL: http://journals.openedition.org/corpusarchivos/5869;
Holmberg, E. (1988 [1900]). Viaje por la Gobernación de los Andes (Puna de Atacama). San Salvador de Jujuy: EdiUnju, Colección Arte-Ciencia. Serie Jujuy en el pasado.