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Edición
Edición Digital
003

Un lienzo en blanco

Texto:
Mercedes Román
En colaboración con:
Imágenes:
Mariela Paz Izurieta
Edición
Edición Digital
003

Un lienzo en blanco

Texto:
Mercedes Román
En colaboración con:
Imágenes:
Mariela Paz Izurieta
Obrador Florida es una heladería en Buenos Aires, Argentina, que abrió sus puertas en el 2022, y donde el sabor de sus helados es una experiencia educativa y totalmente anclada en lo plural. El proceso que lleva hacer cada sabor está dictado por la estacionalidad y la interdisciplina detrás de muchos años de investigación de la mano de su fundadora, Mercedes o “Mecha”, como la llaman los que la conocen. Más que una heladería, Obrador Florida es un taller de heladería artesanal donde, en una cocina-laboratorio a la vista del público, exploran la materia prima más diversa para convertirla en helados y golosinas nobles, que a su vez transportan el relato maravilloso del territorio argentino.
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  1. Mecha Román en la cocina-laboratorio de Obrador Florida.
  2. Vainas de vainilla de Tahití, más florales; y de Madagascar, más dulces.
  3. Lactofermentación
  4. Filtrado del mix de helado previo a entrar a la máquina para convertirse en helado.
  5. La cocina-laboratorio de Obrador Florida.
Obrador Florida es una heladería en Buenos Aires, Argentina, que abrió sus puertas en el 2022, y donde el sabor de sus helados es una experiencia educativa y totalmente anclada en lo plural. El proceso que lleva hacer cada sabor está dictado por la estacionalidad y la interdisciplina detrás de muchos años de investigación de la mano de su fundadora, Mercedes o “Mecha”, como la llaman los que la conocen. Más que una heladería, Obrador Florida es un taller de heladería artesanal donde, en una cocina-laboratorio a la vista del público, exploran la materia prima más diversa para convertirla en helados y golosinas nobles, que a su vez transportan el relato maravilloso del territorio argentino.

Tuve la suerte de tener una infancia repartida no solo entre ciudades, sino entre geografías muy diferentes. Entre la templada región de Buenos Aires y la completamente tropical Florida fue que formé mis sentidos alrededor de los alimentos. En una primera infancia, todo sabía a sol: frutas como el mango, el coco, la papaya y el maracuyá eran lo familiar. De algún modo, esta es también la explicación al rechazo –recientemente superado– que tuve al dulce de leche desde que lo conocí. Era algo que percibía extremadamente dulce, fuera de mi contexto usual de sabores. Habrán sido los movimientos familiares y los viajes constantes los que evidenciaban por contraste obligado los atributos específicos de cada alimento en su región, para luego convertirlos en los signos de mi añoranza. Yo no entendía por qué, pero sabía que cuanto más cerca estuviese del calor, más chances tenía de encontrar en mi helado de vainilla esos puntitos negros que de grande supe que se trataban nada más ni nada menos que de rastros de la vaina original. Ese sabor se convirtió para siempre en uno de mis preferidos.

Fundamentalista de la vainilla

Estudié Ciencias de las Comunicación y posteriormente Diseño Gráfico, desarrollándome en branding. Luego hice una especialización en Food Design, una disciplina amplia y hermosa que vincula el pensamiento del diseño con los alimentos, su producción y su consumo. La capacidad de expresar y de construir marcas significantes fueron las primeras herramientas con las que conté académicamente y el modo con el que interpreto muchas veces lo que me rodea: detecto valores, actitudes y sentidos por todos lados, a veces abrumadoramente. Una vez segura, me acerqué a lo que me convocó siempre, que fue y es la gastronomía. Estudié entonces gastronomía clásica, y luego realicé un post título en arte culinario que me metió en un mundo físico-químico más complejo y posibilitante que me interpeló de inmediato. Todo esto a la vez que, en búsqueda de un helado de vainilla que me gustase del todo, comencé a hacérmelo para mí con una máquina hogareña y muchas vainas. Ni extracto, únicamente vainas. Alcancé un helado tan espectacular que hacerlo para tener o regalar se volvió algo habitual. De este modo, empecé a evangelizar mi amada vainilla, contándoles a todos aquellos dispuestos a escucharme de dónde proviene y cómo se produce. Detecté rápidamente un patrón común en todos: no hubo persona que no se asombrara positivamente al consumir este sabor, debido al gap entre lo imaginariamente esperado y lo sensorialmente percibido. Es lógico, gracias a la industria este gusto se volvió plano y simple: eso tiene que ver con el sabor artificial, un líquido barato que contiene una sola molécula llamada “vainillín”. Si bien las vainas reales la tienen, también contienen otras moléculas de sabor que se desarrollan en los nueve meses que pasa secándose bajo el sol ecuatorial y siendo cubiertas cada noche. Cuando se considera a la vainilla como la semilla de la vaina de una orquídea que crece únicamente cerca del Ecuador, se comienza a comprender cuán exótico su sabor verdadero es. Sin saberlo, fue en esos actos de militancia de la vainilla cuando nació lo que hoy es Obrador Florida, mi taller de heladería en Buenos Aires.

Un lienzo en blanco

Empecé a estudiar heladería obsesivamente en diferentes instituciones y ciudades. Trabajar bajo cero me parece alucinante, las reglas cambian por completo: se percibe distinto el dulzor, los aromas son más difíciles de vehiculizar, y todo aquello que a temperatura positiva se encuentra en estado sólido, ¡en negativa lo está aún más! El desafío de masterizar este producto es algo muy dificultoso de verdad dentro del ámbito de la gastronomía, y aun así me resulta de lo más alucinante. Pero lo más increíble que emerge del helado es que sigue siendo año a año la opción número uno en las listas de preferencias de consumidores de dulces y postres alrededor de todo el mundo y para todos los rangos etarios. Casi nadie se niega a probar un helado. Y ahí, en ese producto de altísima aceptación transcultural, descubrí que tenía un lienzo en blanco para relatar lo que quisiese: el helado se volvió mi género discursivo.

Me propuse entonces el desafío de generar un relato significante que tuviese como objetivo reforzar el vínculo del comensal con la materia prima bajo una experiencia optimizada a través de los sentidos. Para ello recurrí a muchas herramientas del diseño, como por ejemplo trabajar con ilustraciones de frutos y plantas que se alejen de la solemnidad botánica usual para acercar con alegría y distensión al público general. También algo muy interesante fue trabajar minuciosamente el color para provocar mayor sensación gustativa a través del estímulo visual: extraer las antocianinas de una ciruela (las responsables de su color) y utilizarlas para comenzar la nueva receta de un sorbet, por ejemplo. Recuerdo que esta fórmula fue ganadora entre un grupo de comensales como la de “mayor sensación de gusto a ciruela esperado” frente a otro helado que, aunque era exactamente la misma receta, no poseía el trabajo de desarrollo de intensificación de color, siendo por ende más claro que el primero. Entender que un alimento se consume con todos los sentidos, e incluso con nuestras experiencias previas y emociones, es clave en el desarrollo de cualquier producto.

Gelato no, helado

Es indiscutible que en Argentina tenemos una gran cultura heladera. En Buenos Aires en particular, estamos llenos de heladerías por todas partes, y muchas son espectaculares. Pero cuando me refiero a su grandeza no me refiero únicamente al producto sino que contemplo los significantes que emergen de ellas: colores pasteles, bancos de madera, bebederos de agua, sabores con nombres de fantasía. Todo ese universo está fuertemente construido. Pero al mismo tiempo también hay que reconocer que, del mismo modo que pasa a nivel mundial, el gelato es lo que predomina; de hecho es quien goza de mayor proyección internacional.

El link entre el concepto “heladería” y “tradición italiana” es algo interiorizado en la mente del público general de casi cualquier parte del mundo. Esto se debe a diversas causas, como por ejemplo que la introducción del helado en la historia de occidente comienza por la llegada de una expedición de Marco Polo a Italia; así como también que el heladero se trate de un sector sumamente fuerte para la economía de dicho país; o que cuenten con un poderoso entramado de asociaciones y colectivos que organizan las principales ferias y concursos internacionales; o incluso, por qué no, algo que ya sabemos desde el futurismo: la relación indiscutida de los italianos y las maquinarias. Las fabricadas allí son sin duda las mejores del mercado heladero.

Es indiscutible que la italianidad ha ganado demasiado territorio en la mente del público, y me gusta siempre citar el caso del pistacho como ejemplo. ¿Acaso no es el pistacho italiano el más valorado, divulgado y solicitado en la gastronomía a nivel mundial? ¿Cuántas veces nos ofrecen productos con pistacho siciliano? Y yo me pregunto, entonces, cuántos kilómetros cuadrados tiene esta región de Italia para sembrar, cosechar y exportar constantemente pistacho a todos lados. ¿No será que nos están engañando atrás de las etiquetas? La respuesta es sí,
por supuesto.

El caso en un país como Argentina es aún más irónico. Hay solo cuatro regiones en el mundo donde se produce el pistacho: en la zona del Mediterráneo, en California, allá por Oceanía y en Cuyo, Argentina. Siendo así, teniendo este enorme privilegio mundial, ¿qué hacemos valorando, solicitando y promoviendo la oferta del pistacho italiano en las heladerías y pastelerías del país? ¿En serio? Vengo de familia italiana, pero, realmente, ¿no será hora de construir y promover una identidad heladera argentina? Este tipo de preguntas fueron fundamentales al momento de fundar la base de valores de Obrador Florida.

Un helado de verdad, no de fantasía

Hay un relato que domina en el mundo heladero local que por alguna razón no se cuestionó mucho; o no se pudo, no lo sé. Cuando aparece algo diferente inmediatamente se lo cataloga como raro. Aquel sabor que no está entre los cuarenta chocolates o dulces de leche es extraño, ajeno, y lo llamamos raro. Si bien es verdad que muchos heladeros audaces han hecho cosas exóticas, la propuesta de Obrador es justamente la des-innovación completa: frutas puras, helados limpios, productos de temporada, materia prima agroecológica, trabajo honesto y dedicado. La inspiración de cada sabor nace en verdad de lo disponible: no es que planeo una receta y salimos a buscar los ingredientes, sino que me dejo llevar por lo que nuestros proveedores desde el mercado o sus campos nos acercan. De ese modo, si bien sabemos que la agenda de la temporada traerá algunos productos por seguro, hay una gran cuota en la que no contamos con certezas ni recetas aseguradas. Y ahí es donde empieza el diálogo verdadero, el entramado de sentidos que se conjugan en nuestro espacio con respecto de la materia prima, su semiosis, su entorno geográfico.

En el contexto nose-to-tail que cobró difusión hace unos años, poder pensar las plantas desde sus semillas hasta sus frutos fue una expansión sumamente valiosa. En Obrador tratamos de expresar al limonero con el jugo y piel de sus frutos y también con los azahares. Tuvimos nuestro sabor higuera, una crema infusionada con las hojas de la planta y confitura de sus higos. O mismo invitamos a repensar el chocolate como el producto de un fruto y por ello elaboramos el nuestro a partir de sus semillas directamente. Si bien es una elección, el trabajar al ritmo de las temporadas lleva muchísimo trabajo extra. No siempre la materia prima es igual, esa es la realidad en la naturaleza. Esto hace que constantemente estemos adaptando nuestras recetas y métodos a la materia prima, y no al revés. También hay que estar preparados para que de repente, por alguna cuestión climática o imponderables, no haya disponibilidad de un producto usual. Y al trabajar diariamente con materia prima tan fresca y viva, uno puede ir sintiendo y observando cómo se va transformando a medida que las temporadas cambian. También hay que enfrentar el acto de comunicar a clientes fidelizados a través de ciertos sabores, que ya no están pues la temporada cambió y habrá que esperarlos un tiempo hasta que regresen. No deja de ser comunicar una decepción, pero al mismo tiempo el valor de marca es compartido y superador, lo que termina convirtiendo ese momento en un acto de mayor fidelización y aceptación. Un caso puntual como el de las moras puede enseñarnos, como consumidores, algo imprescindible: los productores de quienes recibimos esta fruta van cosechando de a tandas muy pequeñas y enviándonos lo que recolectan poco a poco. Es por eso que puede haber faltantes algunos días y en Obrador decidimos no sacarla de carta cuando eso sucede y acompañar eso que está bien: debemos agradecer y disfrutar la fruta cuando la tenemos y esperar cuando aún no está lista para llegar a nuestra cocina. Hacer sentir al cliente esa espera. Acompañar los tiempos y procesos reales, de una materia prima real.

† El aprovechamiento total del animal.

Un proyecto humano para un mercado de consumo emocional

Hojas de higuera a fin del verano, cajones de caquis en otoño y limones con sus hojas en invierno son algunos de los obsequios gigantes que los vecinos del barrio de Palermo nos han acercado a nuestra cocina. Con mucha emoción nos entregan sus frutos, deseando ver qué lograremos con eso que creció en sus hogares. Además, nunca vienen sin una historia emocional detrás: o la planta de la abuela, o el postre de la infancia, o cualquier otra cosa que conecta con un pasado añorado. Ese acto de generosidad es la expresión máxima de los lazos generados desde un proyecto que es, sobre todas las cosas, sumamente honesto y apasionado. Y como además de helados en nuestro obrador también hacemos golosinas (que es otro universo de exploración absoluta para la expresión de los frutos) hicimos pâte de fruit de esos caquis, y polvos de ese limonero. La exploración es infinita y ese es el espíritu de Obrador Florida: usar el helado como el medio de difusión para contar las maravillas de nuestro territorio, y, al igual que las temporadas, jamás quedarnos quietos. 🐟

Bibliografía